Los Pablo
Romeros al matadero
La semana torista empezó con seis bueyes del Partido de
Resina; bueyes sin paliativos. Y si, como escribió el poeta, nunca medraron los
bueyes en los páramos de España, mucho menos en las Ventas del Espíritu Santo.
La negación del toro de lidia: absoluta mansedumbre sin raza y sin casta. Loor
a Sebastián Ritter que, pese a todo,
esbozó un toreo firme y rítmico y ligado
en su primero. Convencido de que tenía
la oreja en la mano, citó a recibir y sobrevino el desastre: una degollina de
bajonazos infames. Poco fue pero salvó el honor; Eduardo Gallo y Rafael Cerro ni eso. Rectifico; cualquiera que se
viste de luces tiene el honor y el valor acreditado como los militares. Partido
de Resina, de seguir así, debe ir al matadero.
Pablo Romero fue una referencia inexcusable del mejor toro de lidia. Grandes
gestas se consumaron con ellos y no había matador que se preciase de figura que
no midiera su gloria con tan legendaria ganadería. Se pudrió la casta, se
hundió la raza y Pablo Romero devino en escombros. Jaime de Pablo Romero, el heredero, trató de salvar los muebles.
Pero allí ya no quedaban muebles, sino astillas. Solo quedaban las marismas y
la arrogante estampa de unos animales vacíos por dentro. Vacíos estaban los
toros de ayer y de la vieja estampa les queda el hocico chato y un alma de buey
en armazón de toro. Jaime de Pablo Romero empleó los últimos años de su vida
en salvar la ganadería y en salvar la
vida de Paco Apaolaza herido de
muerte por el cáncer.
A Apaolaza lo llevaba
a las procesiones de Semana Santa, lo vestía de nazareno y rezaba a Jesús del
Gran Poder y a todas las vírgenes y santos. Jaime de Pablo Romero no consiguió
ni una cosa ni la otra: vendió la ganadería y Paco Apaolaza murió sin remisión.
En Sevilla, eso sí casi en la terraza de la Maestranza a las pocas horas de que
trasegáramos juntos la última media botella de manzanilla. Sevilla ha sido
cruel con los mejores críticos taurinos. También en la feria de abril murió en
Madrid Joaquín Vidal, poniéndole
negro luto a la Giralda. Estos días, organizando para la Fundación Jorge
Guillén el millar y medio de cartas manuscritas que conservo, me encontré con un poema de Luis Domínguez Barco, riojano en el que
habita el alma de Diego Urdiales. Mil
quinientas cartas. ¡Dios, cuánta gente ha pasado por mi vida! En homenaje a
Joaquín Vidal, y por derivación en recuerdo de Paco Apaolaza, reproduzco parte
del poema de Luis Domínguez. “Belmonte de El Mundo:
/Joselito el Gallo, de El País,/ te ha dejado en los ruedos/ solitario./ Se ha
roto el mano a mano/que tantas tardes de gloria/ nos dejó”.
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