La semana torista sigue a la deriva.
El sexto toro de Adolfo
Martín, el menos malo de la adolfada
infame de trapío e infame de genio malo -que algunos confunden con casta-
a punto estuvo de capar a Manuel Escribano.
Lo esperó en banderillas, el torero se
metió donde no debía, no halló toro, clavó en el aire y el derrote del Adolfo le apuntó al testiculario; como
rebote colateral se le fue al corbatín. Cogió otra vez los palos y volvió a
citar; lo que demuestra que el valor de los hombres no reside en la entrepierna
sino en la mente y en el corazón. Dicho esto, Manuel Escribano es un mal
banderillero. En el escalafón de plata, así a bote pronto, se me ocurren por lo
menos tres docenas de banderilleros mejores que él.
Escribano está
escalando puestos a base de dentelladas; esta
oreja de Madrid para él es alcanzar la cumbre. Es un guerrillero sin
especiales dotes estilísticas. Lo lleva la empresa de las Ventas y eso le va a abrir casi todas las ferias de
Iberia.
Todo lo contrario de Diego
Urdiales, que va camino de convertirse en un torero de culto; pero con esa
sacralidad, con ese sacramento de la sencilla solemnidad de su toreo no se
llega a los carteles de las fiestas patronales de España. El Vaticano publicó
bulas de excomunión contra los taurinos
y, a la vez, celebraba santos, vírgenes y octavas con corridas a beneficio. O
sea un contradiós. Así que entrar en las fiestas patronales es como una
bendición y más importante que esculpir
el toreo como hizo ayer en Las Ventas el torero riojano: sitio exacto en el que
el toro no tiene más remedio que embestir; valor seco, caligrafía de trazo. Eso
es la pureza: sin retóricas.
Urdiales, torero de culto.
Las Ventas lo vio y no lo vio. Las Ventas es una plaza
bipolar. A veces anestesiada y a veces iracunda. Ayer le dio una oreja a
Escribano que es como queda dicho un guerrillero y yo a los guerrilleros no les
discuto nada y menos un apéndice peludo. Las Ventas es como la democracia
española: un ente esquizofrénico y
bipolar, un poco menos putrefacta y perjura, aunque regale orejas y tolere
reses que si no llevaran el hierro de Adolfo Martín no tendrían pase; algún tímido silbido en el 7 que también
está anestesiado. En verdad los adolfos
no tuvieron un pase. De ahí el mérito de Urdiales.
La democracia taurina es un espejismo, como la democracia
política: un pañuelo blanco para limpiarse los mocos, y un voto cada cuatro
años para fomentar una pesadilla de libertad. Este año más pesadillas con la
que está cayendo. A mí no me pillan. Por decencia nunca pedí una oreja; y por decencia
hace siglos democráticos que no voto.
Los toros de Adolfo
Martín eran tan justos de trapío que parecían de plaza de segunda. El
segundo era una rata cabreada que resultó un quinario para Castella. No
importa, el francés ya es triunfador absoluto de la fiesta, con permiso de Manuel
Jesús el Cid a solas con seis victorinos dentro de unas horas. Los adolfos tenían mal genio endiablado y los toreros no están hechos a esas
desventuras. Los mansos de genio y cuello rápido, aunque sean chicos como los adolfos, no son frecuentes en los ruedos
de España en tiempos, y más propiamente,
nominado las Españas.
En estas circunstancias el toreo de verdad, esa lidia exacta,
litúrgica y ceremonial con fulguraciones de aroma y perfume de eternidad, lo
hizo Diego Urdiales. Gustan más los guerrilleros que los sumos sacerdotes. La
semana torista sigue a la deriva; San Victorino ¡ora pro nobis!
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